domingo, 17 de febrero de 2013

El día que me enamoré de mi hijo

Verán, el objetivo original de este blog era congratularme de mi propia miseria, quejarme extensivamente de lo mal que iba mi vida, y nombrar a algunas personas como potenciales culpables de todo mi dolor. Es obvio que ahora ése no es el objetivo, sino hablar de mi vida en general, digamos que echar el cuento para que no se vuelva rutinario. Si se preguntan porqué es obvio el brusco cambio de enfoque, es porque cuando una es madre (madre por placer, porque te gusta, porque te disfrutaste el embarazo y el parto y ahora lo cuentas como si fuera un viaje a Disneylandia) la perspectiva de la vida cambia tan de pronto, y tan de manera tan profunda, que todo lo anterior, y por todo me refiero a todo lo fútil, estúpido, sin sentido, infantil y ridículo que había en tu pasado se convierte en sombra difusa y sin importancia. Yo vivía triste, deprimida, llena de autcompasión, de rabia por la vida, por la gente, y sobre todo, rabia sobre mí misma y mis padres. Ahora que he descubierto que la vida tiene otra cara, y ésa cara me gusta más, pues sobre esa cara alegre es que voy a escribir. No me malinterpreten, mi vida no es un lecho de rosas ahora, pero si es feliz, es completa, sana, y no hace falta nada más. Bueno, hace falta la casa, la privacidad, pero eso va para otro post. A lo que quiero llegar con toda esta cháchara es a el día en que vi a mi hijo por primera vez, cuando era más pequeño que un botón, cuando tenía sólo 6 semanas de vida. Ése día me enamoré perdidamente, y todos los días lo amo más. Yo nunca quise tener hijos, me sentía indigna y dañada, no sentía que tuviese nada bueno, positivo ni educativo que ofrecerle a un hijo. Además, nunca había encontrado a nadie que fuese digno que yo bajase mis defensas, me casara con él y le dejara "hacerme un hijo". Pero la vida, que decidió tenerme paciencia y esperar a que yo saliera un poco del hueco donde me metí, me presentó (o re-presentó, porque lo conocía de muchos años atrás) a mi esposo, a ese hombre que es perfecto para mí. El me enseñó la otra cara de la vida en tres semanas, y por ese descubrimiento es que decidí que era el momento, no había ninguno mejor, para convertirme en madre y tener, por fin, la familia feliz de la que no disfruté antes. Me empecé a curar por dentro, y por fuera, de las heridas del tiempo, y mi esposo, que tiene más paciencia que un santo, me ayudó a curarme más rápido. Y a los dos meses de conocernos, empezamos a buscar, pero el ansiado bebé no llegaba. Decidimos casarnos para poder estar juntos y tranquilos en el país musulmán donde estaba trabajando, y pum! en la luna de miel quedé embarazada. En realidad, sacando cuentas, quedé embarazada dos días antes de ir a la jefatura a firmar los papeles y ser marido y mujer legalmente. El chiquitín llegó cuando quiso, ni un minuto más ni menos. Y aquí está, iluminándome un día gris con sus carcajadas de bebé, llenándome el pecho de alegría cuando se despierta, cuando come, cuando me pide que lo tenga en brazos. Ustedes dirán que yo sólo veo lo que mi hijo me da, que lo uso para ser feliz. En parte es cierto, ¿qué madre no es más feliz cuando su hijo es feliz? Pero mi hijo está feliz porque tengo la claridad mental para ser feliz por mí misma y ofrecerle una madre cuerda, sana, feliz, que le da amor, cariño y seguridad. El caso es que estoy enamorada de mi hijo. Es lo mejor que me ha pasado, lo mejor que he hecho en toda mi vida. Lo podré igualar solamente si tengo otro hijo. Es duro, cansa, frustra, llena de dudas, y sobre todo, ser mamá es vivir con miedo todos los días. Pero después de mucha reflexión (dentro del post anterior) decidí que no había mejor decisión que la que me llevó a estar aquí hoy.

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